martes, 26 de julio de 2011

Relato: Libertad Ansiada

Bajo él, la gloriosa ciudad de Granada se encontraba abrazada por los bárbaros brazos del ejército cristiano. Se aproximaba el final y podía notarlo: los defensores estaban dispuestos, los enemigos tenían listas las escalas, la voluntad estaba lista. Incluso las catapultas habían callado, habiendo barrido ya los almenares... palabra que sus propios ancestros habían traído a la península.

Mohammed IV observaba todo esto desde las alturas, desde la inexpugnable y bella Alhambra, a solas en la ventana.

-Mi señor- dijo el Visir Haquim con educación-, ha llegado la hora, los cristianos se lanzan a la carga contra las murallas.-

Años de leal servicio serían ahora recompensados con la muerte. Décadas de gobierno justo serían transformadas y recordadas como barbarie e incultura, cuando ¡era su reino el que había sido epítome del conocimiento! Y no aquella masa de bárbaros e incultos cristianos, que comenzaban a aparecer sobre la muralla, luchando con sus espadas contra las alfanjes de los guardias defensores.

Hubo un tiempo en que sus propios guardianes y soldados eran las mejores fuerzas de combate de la península, o al menos las de sus ancestros. Sin embargo, como demostraba la sangre que comenzaba a cubrir la muralla, aquel tiempo había pasado hacía mucho. Se habían dividido, luchado unos contra otros, y la Casa del Islam había provocado su propia caída. Por mucho que lo había intentado, Mohammed IV era consciente de que jamás había tenido oportunidad de derrotar a los bárbaros del norte, su tiempo en la península ya había pasado.

Mientras los caballeros comenzaban a tomar la puerta y abrirla para que entrase la caballería, no pudo menos que recordar sus intentos de conseguir que el califato de Marrakesh acudiese desde el otro lado del Estrecho. Infructuosos, uno tras otro, pues mientras su propio tiempo declinaba el de su primo del sur crecía. Todo por dejar a la joya del Islam languidecer y, ahora, ser destruida finalmente entre sangre y fuego. Fuego cuyas llamas comenzaban ya a extenderse por los edificios próximos a la muralla, donde la batalla y el pillaje habían dado comienzo.

-Mi Señor- dijo el Visir-, aún está a tiempo de huir.-

-¿Huir a dónde? Ya nada queda de nuestro mundo en esta tierra. Ni Sevilla, ni Córdoba son ya fieles a Alá, sólo Granada resistía...-

La voz se le partió en la garganta, a medida que veía al enemigo tomar posesión de los zocos y los baños, donde hasta la noche anterior eran los fieles los que habitaban. Ahora las casas eran saqueadas, los hombres asesinados, y las mujeres violadas. Él les había fallado a todos.

Mientras los enemigos tomaban posesión de la ciudad, él no podía dejar de recordar las pocas Taifas que aún sobrevivían cuando él había llegado al poder. Mezquinas, zafias, más centradas en su propia supervivencia, en negociar pequeñas concesiones de los cristianos... que en buscar crear un frente unido que se resistiese. Los enemigos a penas estaban más unidos, con débiles reyes y conspiraciones por el poder, y sin embargo habían sabido jugar con las ambiciones y deseos de los diferentes califas como si de un libro abierto se tratase.

Y ahora todos se encaminaban hacia su final, en compensación por sus fracasos... y lo hacían muy literalmente, pues las tropas cristianas ya comenzaban a trepar los inclinados caminos que se dirigían al palacio. La Alhambra era el símbolo de la mayor grandeza de la civilización en la península, de la cultura y la belleza, y ahora iban a profanarla con la barbarie. Era una princesa, entregada para ser violada. Y él no podía hacer nada ya para evitarlo.

Hacía horas que no sabía dónde se había metido el Visir, mientras él observaba por la ventana. Probablemente hubiese huido, o quizás muerto en los combates que se oían en el patio de los leones. Seguro que ni siquiera entendían la belleza del lugar, ni lo único de su composición, simplemente verían botín y muerte. Los cristianos eran así, incapaces de ver la grandeza aunque la tuviesen delante, y sin embargo expertos en la guerra y la destrucción. ¡Que combinación más horrible y fatídica! Anatema de toda creación, el gran devorador, que ahora llamaba a su puerta con estruendo.

-¡Mi nombre es Gabriel de Villena! ¡Ríndete, sucia escoria y se mi prisionero!-

Probablemente la historia hablase de un gran duelo, del entrecruzamiento de las espadas, de los gestos de valentía... de la épica tragedia de aquel momento. Y, sin embargo, nada más lejos de la verdad.

El hombre frente a él estaba sucio, claramente llevaba varios días sin lavarse y su espada estaba mellada. La armadura estaba mal encajada, rota en numerosos puntos, y cubierta de sangre. Y su cara, era firme y brutal, salvaje como la espada que portaba.

Era algo peor que la muerte.

Mohammed IV se dio la vuelta y saltó. Fue breve, un momento de auténtica libertad, el primero en su atribulada vida.

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